El pasado jueves tuve ocasión de leer este artículo gracias al enlace que dejó Enrique Coperías en su twitter, recordando una idea de la que ya había oído hablar en un congreso.
Los glóbulos rojos son células abundantes en nuestro organismo, con una vida media de 120 días. Al ir circulando en el torrente sanguíneo en el interior de arterias y venas, recorren todo el cuerpo, llegando prácticamente a todos los rincones. En la última etapa de su proceso de formación pierden el núcleo, convirtiéndose en unas células muy flexibles con aspecto de donut (sin llegar a formarse del todo el agujerito central).
Basándose en las características mencionadas en el anterior párrafo, en el Instituto Whithehead de Cambridge (EEUU) introdujeron una serie de genes en el interior de glóbulos rojos en proceso de formación para que sus núcleos fabricaran unas proteínas que se anclaran a la superficie de esas células. Posteriormente, al madurar los glóbulos rojos y expulsar su núcleo, las proteínas permanecerían ancladas a su superficie, sirviendo de gancho para transportar sustancias terapéuticas como fármacos o anticuerpos que pudieran ejercer su función con mayor facilidad y durante más tiempo de lo que hacen actualmente viajando solos por la sangre.